viernes, 23 de noviembre de 2007

Lectura en Mexico

7.1 La lectura en México
por Guillermo Sheridan

Creo que no se lee en México porque, como se trata de un pueblo proclive a la agitación, la alharaca y la bola –siempre sin causa justificada–, la idea de leer un libro parece demasiado inmóvil, silenciosa y solitaria como para no resultar sospechosa. Existe entre la gente la acendrada idea de que cuando alguien se queda solo, quieto y callado, necesariamente se debe a causas de fuerza mayor y desde luego nocivas. Ante un lector quieto, callado y solo con su libro, a fe mía que el 99.99 por ciento de los mexicanos concluiría que hubo muerte de por medio o, en su defecto, parálisis.


La excusa única para quedarse quieto y en silencio (hallarse solo carecerá siempre de coartada) es cuando el individuo se encuentra observando escrupulosamente un programa de televisión. Curioso, mas, para la media nacional, fijar los ojos en la pantalla califica como actividad, mientras que hacerlo sobre un libro califica como hacer nada. Las estadísticas demuestran que mientras más ignorante es la gente (o, en su defecto, el género humano), más fácil y velozmente desarrolla una dependencia viciosa de la televisión. El consumo de televisión per cápita de México es de los más altos del mundo, y el niñito mexicano se inicia en su consumo casi in utero. A los dos años, ya dedica un promedio de seis horas diarias a ver televisión en bola mientras devora comida chatarra. El resultado es un elevado porcentaje de gordos, como morsas verticales, con los ojos muy pirados. Esto ya no tiene remedio, y como además se hereda de generación en generación, el daño es inconmensurable e irreversible. Todo esto es muy triste, etcétera.


Pero a lo que iba es a que, a la natural indiferencia al libro en México, se suma el hecho de que a la gente lo que le gusta es la televisión. Como es sabido, ese aparato aporta las necesidades y los satisfactores de manera simultánea. Ahí están el futbol, las señoritas de descomunales tetas, los señores chistosos, las películas de explosiones, las “novelas” y el pronóstico del tiempo. Ahora bien, ¿quién va a decir que la emoción de un televidente, cuando observa a Axel Yván seducir a la cándida (aunque abundante en carnes) Érika Lizbeth, es inferior en calidad a la del lector que lee la seducción de Emma Bovary o de Anna Karenina a manos (y a todo lo demás) de Rodolphe o del conde Vronsky? Y sin embargo puede predecirse, primero, que la gente de izquierda (o, en su defecto, cultivada) lanzará sentencia en el sentido de que es mejor leer a Flaubert o a Tolstói que mirar en la tele Huerfanitas en brama, o como se llame la telenovela de moda. La emoción del lector puede ser de mejor gusto, o más inteligente y sofisticada, pero no va a ser más emocionante. Y, bueno, pues resulta que a la gente le gusta consumir sus emociones humanas con actores bien peinados y con anuncios de ajax en lugar de números de capítulo. ¿Quién soy para despreciarlos?.


Leer es un hábito que se contagia o se aprende. Cada vez hay menos personas capaces de contagiarlo, pues en su casa lo único que los niños ven son morsas culiatornilladas ante la tele. Y cada vez hay menos capacidad de aprenderlo: ni los padres ni los maestros leen, ni en los palacios ni en las cabañas. Y las ferias de libros, y las campañas publicitarias, y los heroicos promotores, y las “presentaciones” y los spots de televisión que promueven “el libro” (que es como promocionar trajineras de Xochimilco en las quinientas millas de Indianápolis) sirven para maldita la cosa. Tampoco estoy muy seguro de que los libros para niños sirvan de mucho (un amigo que los editaba alguna vez confesó que, a su parecer, llenos de monitos como están, más bien le preparan clientela a la tele).


¿Qué hacer? Yo apelaría a la fuerza del Estado e impondría la lectura como materia obligatoria en las escuelas. No veo de otra. Se seleccionan cinco clásicos modernos atractivos, inteligentes y con probada seducción juvenil (Verne, Wells, Bradbury, Huxley o algo así). El Estado adquiere los derechos, contrata buenas traducciones al español de México y pide tirajes millonarios y baratos a los editores. Los libros se leen en el primer año de preparatoria, ahí, en vivo, en su pupitre, sin excusa ni pretexto, tres horas a la semana. Ni siquiera se necesita maestro (quizás hasta sea mejor), sino alguien que imponga orden y silencio. La apuesta es que si diez millones de jóvenes leen cinco libros en un año, con que el diez por ciento adquiera el hábito habría un millón de lectores anuales y saldríamos de las estadísticas vergonzosas. Yo hice algo similar cuando di clases en preparatoria y sé que funciona. Me consta que todos los jóvenes leyeron los libros y me consta que todos la pasaron bien y aprendieron mucho. Y declaro solemnemente que por lo menos la tercera parte se aficionó a leer, pensar y discutir libros.


Sin embargo, comprendo que sería imposible: habría líos instantáneos con este sindicato o el otro, con este “plan de estudios”, con aquella “licitación”. Y otros de imposible resolución, como: a) se denuncia que el comité de selección está constituido por personas que no comprenden la realidad nacional; b) que los libros elegidos no remiten al estudiante a los problemas de la realidad nacional, y c) que los escritores que sí comprenden la realidad nacional (aunque sean profundamente aburridos), son únicamente fulano y mengano, etcétera.


Pero es agradable imaginarlo… ¡Millones de jóvenes mexicanos sorprendidos con el hospitalario deleite de una novela! Leyendo unas horas a la semana, no sólo aprendiendo y pasándola bien, sino además, por primera vez en su vida, quietos, callados, ¡solos!


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